TÍA EMMY
Hacía años que no volvía. Desde la fiesta de
despedida de Tía Emmy. Una mujer especial como pocas.
Había sido idea suya hacer una celebración por
todo lo alto. Una que durase tres días con sus noches, llena de
música, luces de navidad adornando su preciado invernadero, miles de
mariposas de papel de los colores más brillantes pegadas a cada uno
de los pequeños cristales engarzados que formaban la estructura y
cualquier superficie que pudiese soportar su peso...
Recordaba como si hubiese sido ayer, cuando Tía
Emmy le llamó junto a su butaca orejera —esa que había
pertenecido al tío Rufus y que ella había trasladado al invernadero
con el pretexto de que necesitaba luz y calor, como sus queridas
plantas— para decirle muy seria:
—Bastian, tengo una misión muy importante para
ti.
Como cada aventura que le proponía Tía Emmy era
mejor que la anterior, él había asentido de inmediato con la
cabeza, acercándose más y sentándose en el banco de madera.
—Tu mamá está haciendo un trabajo estupendo
con las decoraciones. Pero falta algo, ¿sabes lo que es?
Había pensado un momento, mirando a su alrededor.
Donde ahora había abandono y malas hierbas, trepadoras enroscándose
en los pilares de la estructura metálica y reptando por los pocos
cristales que habían sobrevivido sin daños... Él veía el
esplendor de aquellas noches de fiesta.
En lugar del lecho de hojas secas, ramas caídas,
cristales rotos y demás basura, recordaba las mullidas alfombras de
lana persa que más tarde le entregaría como regalo, porque «sólo
él sabría apreciar la magia que escondían».
No parecía haber nada más por poner. Nada
faltaba. Al menos, no a ojos de un adulto.
—Falta la magia —le había respondido él,
girándose para recibir su sonrisa de aprobación.
—¡Exacto! —había celebrado ella, dando una
palmada con alegría—. ¡Nos falta la magia! Pero todos ellos son
adultos, no podrían ver la magia ni aunque se la pusieras delante.
Cualquiera podría haber alegado en ese momento
que ella misma era más que adulta. No por nada había cumplido ya
ochenta y cuatro años... Pero no Sebastián. Tía Emmy —de nombre,
porque en realidad era su tía-bisabuela— no era ni remotamente
parecida a todos los adultos que conocía de pequeño ni a los que
conocería en el futuro.
—¿Y cómo podemos traer magia? —le había
preguntado él, deseoso de cumplir con la misión que ella le
encargase.
—Es un trabajo difícil, ¿crees que estás
preparado?
—¡Sí!
No sabía qué era, pero de alguna manera creía
que si no fuese posible, ella no se lo hubiese planteado.
—Vamos a hacer mariposas —le había
explicado, agitando uno de los muchos tacos de papeles cuadrados de
mil tipos que había apoyados por todo el banco.
Muchos eran papeles de color; otros, papeles
estampados por un lado y blancos por el otro. También había
fotografías de ambos inmersos en diferentes aventuras... En todos,
aunque no sabía leer, había reconocido las filas de hormigas que
escribía Tía Emmy.
—Los lados escritos los pondremos para adentro
—había seguido—. Es el secreto de la magia. Para que funcionen y
las mariposas sean mágicas, tenemos que dejar cosas escritas en
ellas.
—Pero yo no sé leer, y menos escribir —se
había lamentado.
¿Qué esperaba? ¡Había cumplido apenas cuatro
años!
—No te preocupes. Tú puedes firmar este de
aquí —había dicho ella, poniendo en el banco un grupo de papeles
rectangulares grandes, como los que usaban sus padres en «los
negocios», fuera eso lo que fuera, y con una pluma le guió la mano
para estampar su nombre.
—¿Qué dice? —recordó preguntar, picado por
la curiosidad.
—Cuando llegue el momento, podrás leerlo tú
mismo —había sido la respuesta de la octogenaria, con la sonrisa
apagándose un poco al acariciarle el pelo con cariño.
Pero antes de que pudiese preguntarle qué la
ponía triste, ya había vuelto a instalarse una sonrisa brillante en
la cara.
—Además, si te lo explico, perderá la magia
—había agregado alegremente con un guiño.
Sebastián acarició la superficie, en otro tiempo
suave y cálida, del banco de madera. No se atrevió a sentarse,
preocupado por que fuese capaz de derrumbarse bajo su peso. Esos
tablones necesitaban ser cambiados con urgencia. Lo pedían a gritos.
—¿Cómo han dejado que se estropee hasta este
punto? —se lamentó en voz alta, hablándole al fantasma de Tía
Emmy.
Estaba seguro de que más allá de cuerpos, muerte
y los años que pasasen... el espíritu de esa mujer con rostro de
hada arrugada estaría allí mismo, en el lugar que fuera toda su
vida, toda su magia.
De hecho, no le sorprendería lo más mínimo
verla aparecer con alguno de sus chales de mil colores sobre los
hombros y una bandeja de «mordiscos de nubes», esos merengues que
nadie jamás consiguió emular, aun teniendo la receta delante.
Claro que no pudieron —le pareció oírla
decir—. ¡Ellos son adultos! ¡No saben nada de magia y nubes que
se persiguen para servir en una bandeja!
No, claro que no sabían. De la misma manera que
no sabían por qué era tan importante para ella organizar una fiesta
de tres días y tres noches con la poca familia que quedaba y los
muchos amigos que tenía —más de los que cabían en su enorme
casa, con o sin magia—, o a qué venía ese cuento de irse de viaje
a la India a ver elefantes y tigres, con la sola compañía de su
fiel Julio —mayordomo, jardinero asistente para las tareas pesadas,
enfermero retirado, mano derecha...—. ¡A su edad! Era una locura.
Una más de sus muchas excentricidades, y no
entendían cómo el hombre se limitaba a asentir ante sus cada vez
más «descabellados» planes. Nadie excepto él. Tanto en aquel
momento como veinte años después, parado entre los escombros del
que fuera su hogar durante los primeros años de su infancia.
Así pues, mientras él se encargaba de los
pliegues más básicos, Tía Emmy y Julio plegaban y daban forma a
las mil cuarenta mariposas. Algunas más grandes, otras más
pequeñas. Unas más robustas, hechas con papeles gruesos de pintura,
y otras delicadas, de alas translúcidas que casi se deshacían al
rozarlas, como si fueran mariposas de verdad.
Y todas, todas, al quedar definitivamente
formadas, quedaban con un número azul encerrado en un círculo
verde, los colores favoritos de Tía Emmy, visible en el ala superior
izquierda. Al llegar a veintidós —su límite infantil del
infinito— se había girado hacia ella e, inocentemente, exclamado:
—¡Son más de veintidós! ¡No van a entrar
todas aquí dentro!
Tía Emmy y Julio se habían limitado a sonreír
sin dejar de trabajar. Él era hombre de pocas palabras, no le hacían
falta para comunicarse. Pero no eran sonrisas condescendientes, como
las de cualquier adulto de los que pululaban por el invernadero,
ultimando las decoraciones, sino otras llenas de dulzura y
comprensión.
Acercándose para susurrarle al oído, ella le
había confiado:
—Es por eso que Julio las colgará. Hará una
magia que solo conocen los nativos de una isla sin nombre, tan pero
tan lejos de aquí que nadie más que ellos saben localizarla en un
mapa.
—¿Ni siquiera tú? —le había preguntado él
con ojos enormes de asombro.
No había nada que ella no supiera, ni lugar que
no hubiese visitado en su juventud.
—Ni siquiera yo —había asentido ella con una
sonrisa—. Pero tenemos suerte, porque la bisabuela de Julio nació
en esa isla, y le enseñó la magia secreta a su hija, y luego a su
nieta, la mamá de Julio. Por eso él podrá hechizarlas para que
entren todas, todas.
Con pequeñas pinzas de colores, las había
sujetado a las hojas y ramas finas más resistentes. Con hilos
transparentes de pesca, había colgado otras tantas del techo, y con
cinta adhesiva había pegado las restantes por toda la cristalera.
Junto a las luces de farolitos de papel de seda, habían transformado
completamente el invernadero en un bosque hechizado, una fiesta a la
que acudirían encantados unicornios y hadas.
Recordando aquellos días de esplendor y
diversión, Sebastián se metió las manos en los bolsillos, mirando
al cielo a la vez que giraba sobre sí mismo, inventariando el estado
de los cristales de la cúpula —todos rotos, seguramente debido a
las fuertes granizadas de hacía once años, lo que explicaría el
crecimiento desproporcionado de plantas silvestres, montones de polvo
y tierra, ramas secas y cristales rotos por todo el lugar.
Tras la multitudinaria fiesta, Tía Emmy había
empacado todas sus cosas, dejado órdenes a su administrador para que
se encargase de lo demás, y cerrado la casa definitivamente. En una
semana, se habían ido en su coche, cargado hasta arriba con todo lo
que necesitarían en la travesía.
Aquellos días, sus padres discutían mucho. Su
madre, porque no veía por qué debía renunciar a una carrera para
estar en casa cuidando a su hijo, si había sido «idea suya, para
empezar». ¿Sorprendido? No, no le había sorprendido en absoluto
saber lo poco que significaba para su madre. Pero sí que le dolió
tener esa confirmación. Siempre lo había sospechado, pero oírla
afirmarlo con tanta contundencia...
—¡Tú tía-abuela no podría haber elegido
peor momento para dejarnos tirados! —había exclamado su padre
entonces, y Sebastián, desde su habitación, había oído el golpe
que diera con rabia contra la mesa—. Yo tengo viajes de negocios,
no puedo quedarme con el crío.
—¿Y qué te piensas que hago yo todo el día?
¿Pintarme las uñas y rascarme la pelusilla del ombligo? ¡Te dije
que no tuviéramos uno, pero insististe en que era lo que tocaba para
mejorar tu imagen y una buena inversión! Pues ahí lo tienes, cuida
tú del crío.
Eso era para ellos. El crío, un paquete que
podían dejar aparcado en casa de Tía Emmy mientras ellos hacían su
vida y al que recogían para pasar el fin de semana o, cuando más,
una semana entera de «vacaciones» —siempre pegados al teléfono
para seguir conectados a sus «negocios».
En aquella época, solía pensar que los negocios
esos eran como los calamares gigantes de las historias que le contaba
Tía Emmy. Monstruos babosos que enroscaban sus largos tentáculos
alrededor de sus padres y que los arrastraban cada vez más lejos de
él, y cada vez más cerca de los agujeros que tenían por boca en la
barriga.
Había oído una vez a Tía Emmy comentarle a
Julio —cuando creía que él no podía oírla— que «esos
negocios suyos los consumirían antes de que se dieran cuenta», y
Sebastián estaba seguro de que pasaría. De que un día esos
monstruos los arrastrarían tanto que se los tragarían enteros, para
escupirlos después, arrugados como pasas.
Y aunque tenía miedo de lo que haría cuando eso
pasase, estaba seguro de que no tendría sentido decir nada. No le
escucharían. Nunca le escuchaban. Ni siquiera cuando decían de
forma automática «sí, sí».
Dos semanas después le habían dejado en un
internado.
Era demasiado pequeño para que lo abandonaran en
un entorno y con gente desconocidos, pero para él fue la salvación.
Sus maestras y cuidadoras eran tan excéntricas como su Tía Emmy, y
rodeado de niños —a pesar de las crueldades inevitables— había
conseguido tener una infancia y juventud plenas.
Un mes después de llegar al internado, recibió
la primera carta. Se la entregó un señor muy alto y con un uniforme
de color gracioso.
—¿Es usted el señor Bastian? —le había
preguntado pomposo pero sonriente, y a él le había gustado que le
hablara como a un mayor y no con infantilismos.
Sebastián había carraspeado y dicho «sí»
poniendo voz gruesa, porque era un asunto importante. El cartero
había contenido una risa mordiéndose los labios, y con seriedad le
había entregado el sobre verde menta.
—He venido a entregarle esta carta, señor
Bastian. Firme aquí, por favor —le había pedido entonces, dándole
también una tabla con papeles y señalándole el recuadro para la
firma.
Como le viera dudar, la señorita Lucía, su
«nana» —su madre sustituta, a efectos prácticos—, le había explicado
que era para que la persona que había enviado la carta supiera que
se la habían dado a él y nadie más.
Con mucho cuidado para no salirse del recuadro, y
mordiéndose la lengua por la concentración, dibujó una letra B y
una T. Estaba aprendiendo con los demás niños las letras de sus
respectivos nombres, pero como eran muy largos, en los dibujos ponían
sus iniciales y así se sabía quién lo había hecho.
—Perfecto, señor Bastian. Que pase un buen
día. Señora —saludó el cartero antes de dar media vuelta y
marchar.
Al abrir el sobre había encontrado la mariposa
con el número uno. Pero además tenía dibujadas dos flechas hacia
fuera en las demás alas, como si le pidiera que tirase. Al hacerlo,
la mariposa se desplegó, y después de desdoblarla pudo ver la línea
de hormigas que ya tenía al formar las mariposas... pero también
muchas más. Y debajo, en el espacio libre, había un dibujo de
acuarelas. Eran Tía Emmy y Julio sonriendo subidos a lomos de
elefantes enormes. Sin necesidad de pedírselo, la señorita Lucía
se la había leído:
«Querido Bastian:
»¡Pasear en elefante es maravilloso! Aunque hace
tanto calor que el aire se te queda pegado a la piel como si fueran
telarañas.
»Desde que empezamos el viaje, ¡hemos vivido
tantas aventuras! Necesitaría una vida entera para poder contártelas
todas, y aun así quizá no fuera suficiente.
»Muy pronto empezaré la aventura de verdad. Un
viaje que me llevará a tantos lugares mágicos, algunos tan lejanos,
que tendré que dejar todas mis cosas aquí. No podré llevar nada de
peso, porque eso no me dejaría subir a lomos de la mariposa mágica.
¿Te lo imaginas? ¡Nos caeríamos nada más despegar!
»Es posible que también tenga que dejar atrás
mi cuerpo. Últimamente se ha vuelto demasiado torpe, y necesito cada
vez más la ayuda del bueno de Julio. Creo que será agradable, para
variar, poder flotar en el aire, libre de todo, como un arcoíris de
cientos de colores.
»Los adultos tienen una palabra para cuando
alguien deja atrás su cuerpo, pero tú y yo sabemos mejor que nadie
que los adultos son incapaces de ver la magia, aunque esté ahí.
Para ellos, yo habré «muerto», pero ambos, Julio y tú, sabréis
la verdad de mi aventura.
»Planeo ir a la isla perdida en el tiempo, esa de
donde viene la magia que enseñan de abuelas a nietos, en donde vive
la familia de Julio. Y cada semana te enviaré una nueva carta,
contándote algunas de las miles de aventuras que viva allí.»
Y así lo había hecho. Cada semana, durante
veinte años, había recibido una mariposa con sus palabras. A veces,
historias de aventuras de juventud. Otras, consejos de vida. Listas
de libros y películas que esperaba que leyera, porque habían sido
especiales para ella o bien porque podrían enseñarle tantas cosas
que le hubiese gustado poder enseñarle por sí misma, de haber
tenido más tiempo.
Previsora, había escrito cartas para cada momento
de su vida en esos veinte años de formación como persona. Sin
perder el toque mágico y un poquito loco que la caracterizaba, sus
cartas se habían ido haciendo más largas y serias a medida que él
fue creciendo. Ya no venían escritas en la mariposa, sino que
seguían en varios pliegos de papel y sobres más y más gruesos.
Sabía a lo que se enfrentaría, y había querido
estar ahí para él, aun a la distancia, ayudándole, guiándole en
su propio viaje hasta que estuviese listo para volar en solitario.
Sebastián había vivido feliz en el internado
hasta los dieciocho años, momento en el que, siguiendo el consejo de
Tía Emmy, había plantado a sus padres para poder estudiar lo que de
verdad le haría feliz. Como era de esperar, la bronca familiar fue
monumental, pero finalizó con su padre espetándole que si no
cumplía con lo que se esperaba de él, se fuera para no volver, y
que no esperase ver una sola moneda por su parte. Su madre se limitó
a llamarle desagradecido y proclamar que ya no le reconocía como a
su hijo.
Ciertamente, los «negocios», con o sin
apariencias monstruosas, los habían consumido.
—Nunca fui tu hijo —había susurrado él con
calma, mirándola a ella primero y luego a su padre, sintiendo pena
por ambos.
No, su madre había sido la señorita Lucía. Su
madre había sido Tía Emmy. Su padre había sido Julio. Ese tutor
que impidiera que creciese torcido.
Al día siguiente de su dieciocho cumpleaños, el
abogado de Tía Emmy le había contactado para informarle de que
había una cuenta bloqueada con dinero para él, cuya única
condición era que se usara para costear su educación —fuera una
carrera universitaria o formación de otro tipo—. Algo que le
hiciera feliz.
No había tenido que pensarlo mucho: Desde que
había aprendido a leer con soltura y descubierto la biblioteca del
internado y, con ello, el mundo infinito de los libros, había
decidido que sería escritor. O que trabajaría con los libros, ya
que siendo escritor es realmente difícil subsistir sin ninguna otra
fuente de ingreso. Ya fuera en una librería, una biblioteca, en
cualquiera de las fases de creación de un libro en el sector
editorial... Quizá en una imprenta, o restaurando libros antiguos.
Así se lo había dicho a Julio, al que visitaba
siempre que podía. Tras la muerte de Tía Emmy, y con la herencia
que le había dejado, el hombre se había establecido en la costa
para vivir su jubilación anticipada.
—¿Es lo que quieres hacer? —le había
preguntado con la voz ronca por el paso de los años en el mar.
—Sí —había afirmado de inmediato Sebastián,
con pasión.
Julio no había hecho más comentarios, y poco
después terminaron la conversación, como era habitual.
«Hombre de pocas palabras» había pensado
Sebastián con cariño.
Quien no le conociera, podría pensar que era
indiferente, pero eso no era cierto. Todo lo contrario. Era gracias a
él y la oferta de acogerle durante los períodos vacacionales que no
se pasaba todo el año en el internado.
Casi en fin de semana, ese viernes, la señorita
Lucía le había llamado luego del desayuno. Tenía una visita de
familiar programada tras las clases de la mañana. Debía apresurarse
para llegar a tiempo y poder prepararse antes.
—¿Visita? Mis padres jamás me visitan.
—No son tus padres —había negado la señorita
Lucía con una sonrisa enigmática.
Corriendo y derrapando por los pasillos, había
llegado a la entrada cuando todavía faltaban cuarenta minutos para
la hora.
—¡JULIO! —había gritado con alegría
infinita, corriendo para abrazarle fuerte y alzarle unos centímetros
del suelo, como hiciera el hombre durante toda su infancia.
No se veían desde las vacaciones de navidad, y en
esos cinco meses Sebastián había dado tal estirón que tenía que
mirar a Julio hacia abajo.
—Traje toda la información que pude conseguir
—le había dicho a modo de explicación, al verle mirar fijo la
maleta que había junto a él—. Tengo una reserva en el hotel del
pueblo, así podremos analizarlo todo juntos y ver qué sitio tiene
la mejor oferta para ti. ¡Cuidado con mis costillas, que ya tengo
setenta años! —le había tenido que recordar cuando, abrumado por
la gratitud, le había estrangulado en un nuevo abrazo.
—Oh, venga ya. Has dejado de envejecer al
llegar a los cincuenta y lo sabes —se había burlado, en un intento
por tragarse el nudo de emoción que se le había atascado en la
garganta.
El domingo por la tarde ya tenía hecha la
preinscripción en dos universidades y cuatro academias, a la espera
del examen de ingreso para saber si conseguiría entrar en
traducción, edición, literatura universal, biblioteconomía o
conservación y restauración.
—No te cierres a nada —le había dicho Julio
en la estación de tren—. Aun después de entrar, si ves que no es
lo que quieres hacer, recuerda que puedes empezar de cero las veces
que haga falta. Y que al único al que tienes que darle explicaciones
es a ti mismo. No debes responder ante tus padres, ni ante mí. Ni
siquiera ante Tía Emmy.
Sebastián alzó el rostro al sentir las primeras
gotas de lluvia. Lo primero que haría por la mañana sería
encargarse de remplazar los paneles del techo, pero por el momento se
limitaría a cerrar los ojos y disfrutar del agua golpeando su piel,
el olor de la tierra mojada... y de los recuerdos que no paraban de
proyectarse tras sus párpados.
No había sido fácil, pero nada que mereciera la
pena lo era. Durante años había estudiado y trabajado a la vez,
apuntándose a cada curso y taller de escritura creativa que se
encontraba, ahorrando minutos sueltos de donde podía para escribir.
Cuentos, relatos, artículos para el periódico
local, tarjetas de felicitación... No le hacía ascos a nada, todo
era experiencia.
A los veintidós años había recibido la llamada,
esa que iniciaría de verdad su aventura: Una editorial pequeña pero
selectiva y exigente con los productos que publicaban se había
puesto en contacto con él. Les había interesado su manuscrito.
Conocía su forma de trabajar y no podía pensar
en mejores manos para entregar a su pequeño.
«Y valió la pena» pensó, recordando todo lo
que había pasado en esos años, especialmente la expresión que se
le había quedado a Julio al desembalar juntos el ejemplar de autor y
encontrarse en letras doradas:
BASTIAN SOLER
—Has... Te has... —había balbuceado entre
lágrimas el hombre, mirándole fijamente, incapaz de moverse.
—Eres el único padre que he tenido, Julio. Me
pareció lo más lógico firmar con tu apellido. Espero que no te
moleste —había replicado él, aparentando serenidad pero temblando
por dentro, esperando su reacción.
No tenía idea de si todos esos años de cuidarle
y estar a su lado, de recordar siempre sus cumpleaños y conseguir
que fueran especiales... había sido cosa de algún tipo de promesa
hecha a Tía Emmy, o realmente era cosa suya.
Las arrugas de su bronceado rostro —avejentado
debido a las interminables jornadas de trabajar en su jardín al sol
y a los paseos por la playa, expuesto al viento y al salitre— se
habían acentuado con una mezcla de gratitud, amor paternal,
incredulidad y orgullo, antes de plantarle las manazas en los hombros
con fuerza y espetarle:
—No te confundas. Enviarte cada semana las
cartas, eso fue por Tía Emmy. Todo lo demás lo hice y lo hago por
ti. ¿Molestarme? Has crecido hasta convertirte en un joven hombre
por el que cualquiera con dos dedos de frente sentiría orgullo de
llamarte hijo. Tus padres no supieron verlo, y ellos se lo pierden.
Pero lo vales, Bastian. No podrías hacerme un regalo más valioso,
hijo —acabó abrazándole con la voz estrangulada tras la perorata
más larga que le había oído jamás.
Un trueno hizo vibrar los pocos cristales que
quedaban intactos en el invernadero, y Sebastián paseó por última
vez la mirada antes de dirigirse a la que, a partir de entonces,
sería su casa.
Hacía una semana, en su veinticuatro cumpleaños,
Julio le había dado la última carta, junto a un sobre del abogado
de Tía Emmy.
«Mi querido Bastian:
»Cuando leas esta carta, serás ya todo un
hombre, y como tal debo dejarte volar por tu cuenta.
»No puedo expresar lo mucho que odié a mi
cuerpo, débil y enfermo, por no responder al tratamiento. Aún lo
hago, lo odio por arrebatarme la oportunidad de verte crecer. De
estar a tu lado como sé que necesitarás.
»Espero equivocarme mucho en mi juicio, y que mi
sobrina-nieta comprenda alguna vez el milagro que tiene por hijo.
»Si no ha sido el caso, quiero que sepas que
desde el mismo instante en que supe que Anna estaba embarazada, te
quise. Y que por eso mismo es que estoy escribiéndote estas cartas,
al futuro tú. Porque me niego a aceptar la palabra de los médicos y
abandonarte ahora que más necesitas el amor y la guía de tu
familia.
»Ruego por que haya funcionado, que todas estas
cartas te hayan hecho más fácil de aceptar —y superar— mi
muerte. Que hayan sido, de alguna manera, un sustituto de las
conversaciones que hubiésemos tenido a lo largo de los años si me
hubieran dado la oportunidad.
»Pero la realidad es que tengo ochenta y cuatro
años, que se dicen pronto, y los he vivido bien. Mejor que bien.
Todo lo que te conté en las mil treinta y nueve cartas anteriores
era cierto, todo eso lo viví. Y muchas otras experiencias, aunque no
te las haya contado, creo que las descubrirás por ti mismo cuando te
llegue el momento. No tengas miedo a equivocarte, lo único
irremediable es la muerte, y si este proyecto mío funciona, ni
siquiera eso.
»Dalo todo. Equivócate y empieza de nuevo. Sé
fiel a ti mismo, aunque ello implique que todo el mundo te vea como a
un loco. Sé auténtico. Y por favor, nunca dejes de ver el mundo con
los ojos de un niño. Aunque vivas cien años, sigue maravillándote
con cada momento mágico que te ofrezca el mundo. Están ahí, si
sabes mirar bien.
»Esta carta, por ejemplo, es una máquina del
tiempo. Una mariposa que con su magia me permite llegar al futuro,
veinte años después de haberme ido del mundo, para felicitarte por
tu cumpleaños y... sí, despedirme. Ahora que tienes veinticuatro
años, pero acabo de verte pasar por la ventana, ayudando a Julio,
cargando en brazos un saco de tierra que es más grande y pesado que
tú mismo.
»Dime si eso no es magia.
»Siento el tiempo escaparse entre mis dedos, y
hay tantas cosas que todavía quiero hacer y decir... Pero estoy
preparada. Con ayuda de mi fiel Julio, mi cómplice incondicional, el
hijo que nunca tuve. Todo está en orden. La propiedad, tu educación,
vuestras herencias... Todo quedó atado y bien atado. Me aseguré de
ello. En cuanto termine de organizar mi fiesta de despedida, estaré
lista para irme.
»Siempre me fascinó que los elefantes, al sentir
próxima su muerte, se alejen de la manada para morir en soledad.
Quiero eso. Que todos recordéis nuestro último encuentro como la
gran fiesta de amor y alegría que siento por la vida. Quiero irme en
mi gran viaje final, para maravillarme como una niña por las
pequeñas y las grandes cosas.
»Recuérdame así, querido Bastian, y déjame ir.
Ha llegado el momento. En el sobre que te habrá dado mi abogado,
siguiendo mis instrucciones, encontrarás tu firma infantil en los
papeles de legado en vida. Por supuesto, no tienen valor legal —seré
yo la que te haga firmar siendo un menor—, pero sí lo tendrán
para mí cuando firmes el documento de reafirmación, una renovación
de promesa, podríamos llamarlo, que hay al dorso de esa página. Tu
palabra, de que harás tuya la casa y no la convertirás en una
especie de mausoleo.
»La escritura a tu nombre, por otro lado, es
legal y está blindada, como se suele decir, por si los buitres que
tienes por padres quisieran impugnar mi testamento. Es tuya, para
hacer con ella lo que quieras.
»Te quiero, Bastian. Hasta el infinito, ida y
vuelta.
Tía Emmy.»
Tumbado de espaldas en la cama con dosel de su
antiguo cuarto infantil, Sebastián terminó de releer por enésima
vez la carta de despedida con un pañuelo en la mano. Aunque siempre
había sabido que había muerto y no volvería, no lo había sentido
real. Hasta esa carta.
Miró la hora y decidió que no era demasiado
tarde para llamar.
—Papá... Estoy en casa.
—¿Estás bien? —le preguntó, casi sin voz,
sabiendo perfectamente lo que estaría sintiendo. Lo real que lo
hacía el volver allí.
—Sí, estoy bien. Yo... Nunca me dijiste cómo
fue.
—Un día me despertó a las cuatro de la mañana.
Me pidió que la sacase de la cabaña y la llevara hasta el bosque,
pero sin adentrarnos demasiado, porque quería ver el amanecer. Hacía
mucho frío, y la humedad se te pegaba a la piel. Nos tumbamos en el
manto de hojas, así en pijama, y me susurró «Mi dulce Julio...
Gracias» con los ojos cerrados, casi dormida. Yo le dije «Está saliendo el sol», aunque
supe que ya se había ido.
—¿Y lo de hacer como los elefantes?
—Lo intentó, de verdad que lo intentó cada
día. Pero cada vez yo le recordaba que soy enfermero, aunque haya
trabajado para ella casi toda mi vida, y que al paso agigantado con
que se iba degenerando físicamente, no podía quedarse sola. Y que
además, si quería tener correo con garantías durante veinte años,
debería cargar conmigo hasta el final.
Sebastián casi se rió. Le hubiese gustado ver la
expresión de Tía Emmy en ese momento. Por sus cartas, y lo que
recordaba de pequeño, estaba claro que nadie le decía que no.
—¿Y qué te dijo?
—Al principio, me puso mala cara, pero a los dos
segundos sonrió brillante y exclamó ¡No, tú tendrás que cargar
conmigo hasta el final! Como si fuera un chiste contra su enfermedad.
Sebastián suspiró.
—Típico de ella. ¿Fue...? ¿Fue muy duro?
—¿Estar con ella cuando llegó su peor momento?
Durísimo. Hay que ser de hierro para trabajar con terminales y
sobrevivir. Sobre todo, fue una luchadora optimista hasta el final. Cuando el dolor no la dejaba dormir, le echaba la culpa a
que nos habían puesto unas camas de faquir por error. Y cuando llegó
al punto de no poder sostener la cuchara para comer, se rió de mi
comentario sobre que era demasiado importante como para estropearse
las manos si podía hacerlo alguien más, como una gran dama de la
corte de la reina. Replicó que, por supuesto, ella era la reina.
—Genia y figura...
Estuvieron un rato en silencio, cada uno perdido
en sus recuerdos, hasta que Sebastián le preguntó:
—Papá, ¿crees que le molestaría demasiado si
publicase un libro con sus cartas? ¿Si contase nuestra historia, de
alguna manera? ¿O te parece que es algo demasiado privado, como para
exponerlo así al mundo?
Julio se quedó rumiando un rato, y a Sebastián
no le molestó. Al contrario, le encantaba que fuese tan reflexivo,
porque cuando decía algo, tenías la certeza de que no hablaba por
hablar, sino que debías escucharle con atención, porque era algo
razonado y con buen juicio.
—Creo que haría eso tan suyo de devolverte la
pregunta, para que llegues a tu propia respuesta y no a la que otros
te digan, antes de opinar ella también y comparar. Así que... ¿Qué
opinas tú, Bastian?
Con una sonrisa resignada, el joven suspiró,
planteándoselo.
—Creo que debería intentarlo. Escribir el
contexto de la historia, el cómo empezó para mí, cómo era ella...
Después la fiesta y el viaje... Las cartas, lo que significó para
mí... Todo. Volcarlo todo sobre la página, aunque solamente sea a
modo de terapia, para hacer el duelo. Ya sé que hace veinte años
desde que murió realmente —se apresuró a añadir—, pero... Su
última carta fue la que lo hizo real, como si durante todo este
tiempo hubiese estado de viaje.
—Y lo estuvo. Lo está. Es eso lo que quería
que recordásemos de ella. Es por eso que te escribió las cartas,
porque pensó que estarías más preparado para hacerle frente a la
pérdida ahora.
—Dime si eso no es magia —la citó,
sintiendo casi al instante la paz interior que lo invadía cada vez
que recibía alguna de sus mariposas mensajeras.
Hacía un rato que había dejado de llover, y se
levantó para abrir la ventana y poder oler la tierra húmeda un poco
más... cuando la vio. Debió haber jadeado o algo, porque Julio le
preguntó alarmado:
—¿Qué pasa?
—El invernadero está en ruinas, yo mismo lo vi.
Pero ahora mismo, aun después de la lluvia... Ahí está.
—¿Qué cosa?
—Una mariposa verde y azul. Se apoyó en una de
las enredaderas que han crecido silvestres. Las farolas de la
propiedad funcionan perfectamente, no me lo estoy imaginando —añadió,
como si necesitara convencerse de ello.
—Creo que ahí tienes tu respuesta.
Están ahí, si sabes mirar bien.
—Gracias, papá.
—No he hecho nada. ¿Quieres que vaya mañana y te
eche una mano con la limpieza del invernadero?
—En realidad... Esperaba poder convencerte para
que vinieras por un tiempo, para poner en orden la casa y todo eso.
Me da un poco de apuro enfrentarme a todo esto yo solo —le confesó,
y le pareció oír el alivio en su suspiro.
—Era tu momento privado, volver a la casa y a
ella. Por eso me negué a ir hoy, pero me encantará ir, hijo. Te veo
mañana.
Sebastián dejó el teléfono sin apartar la
mirada de la visitante, como si ese hecho fuera suficiente para
mantenerla allí.
—Gracias —susurró al cabo de un rato, y al romperse el
hipnotismo silencioso que la atrapase, la mariposa levantó vuelo
hasta perderse en la noche.
Con un tumulto de emociones a flor de piel, el
joven, sintiéndose una vez más aquel niño que cargaba sacos de
tierra más grandes que sí mismo, se armó de papel y pluma, y se
dispuso a pasar la noche en vela, volcando su alma como mejor sabía, y dejándola ir.
~FIN~
Una preciosidad. Es fácil meterse en los recuerdos y en lso sentimientos del personaje. Es fácil odiar a esos padres desgraciados y adorar a Julio, a Tía Emmy y a Bastian. Te quedas con la emoción final, pero una emoción agridulce. Es triste, pero ese bonito. I like.
ResponderEliminarHermoso de principio a fin , es dinamico ni bien comienza el relato te atrapa,aunque a veces previsible no deja de interesar.
ResponderEliminarmuy bueno ,de parte de una Tia que anhelaria ser como amy