Pareciera
que para poder escribir la novela
perfecta hiciese
falta tener el material
perfecto,
en el espacio
perfecto
y con el tiempo
perfecto.
Y no digo que no sea lo máximo poder escribir con una pluma
carísima, en un escritorio de madera antiguo, sin las interrupciones
de familiares, niños pequeños demandantes de atención, trabajos
paralelos —por
ese detalle de tener que pagar las facturas cuando eres un
escritor que con lo que ganas no tienes ni para un café— y todo el
tiempo del mundo para dedicarnos a nuestros retoños literarios.
Sí,
eso es lo idílico, pero hay un problema:
NO ES REAL
Por eso, para tratar de mantener nuestras aspiraciones de subsistir
en el mundo literario, debemos bajar nuestras exigencias y dejar de
escudarnos en las excusas de siempre —no tengo tiempo, no tengo
dónde, no tengo con qué.
Se
escribe donde se puede, como se puede y cuando se puede. Y no hay
más. La escritura es un arte, una pasión... sí. Pero también es
un trabajo, y hay que tomárselo como tal, con seriedad y siendo
responsables. Eso lo tuve que aprender por la fuerza después de
pasar por un parón de escritura de medio año —coincidiendo con
los primeros seis meses de trabajo rebotando por el mundo, viajando
de un país a otro cada dos o tres días—. No pasaba por mi casa en
al menos un mes, a veces dos. Nunca encontraba el momento perfecto
para sentarme y escribir en mi tablet,
básicamente porque estaba demasiado cansada física y mentalmente
cuando por fin podía sentarme sola, con una taza de té bien
caliente, un cojín y una manta suave.
Así como había tenido que
adaptarme cambiando mi modo de vida sedentario por uno nómada
—cambiando de uso horario cada dos días se agiliza el proceso de
adaptación— debía bajar mis expectativas en cuanto a las
condiciones para escribir. Tomaría notas en cualquier situación y,
por ende, en el material que me quedase a mano en ese momento.
Mis
«ideales» de escribir con plumas de lujo en cuadernos de cuero con
papel de súper-híper-mega-calidad... chocaron contra la realidad
del escritor pobretón y, además, trotamundos. Al hecho de no tener
tiempo por estar siempre trabajando y sin los fondos para costear mis
caprichos de papelería se sumó la tercera piedra en el camino: Las
ideas llegan casi siempre en el peor momento.
Una vez asumido eso, solo
quedaba analizar qué posibilidades había en cada situación, para
no morir en el intento.
Por
falta de espacio y exceso de peso, el portátil
de mis tiempos universitarios se quedaría esperando en casa para las
pocas ocasiones en que pudiese escribir cómoda en el escritorio —o
la cama, que en invierno invita más.
Durante
los viajes, en el avión, en las habitaciones de hotel o donde fuese,
me llevaría la tablet
—o en su defecto, el móvil—. Un poco raro al principio,
acostumbrada como estaba yo a los teclados físicos y tirando a
duros, pero una vez cruzada la frontera mental... Tampoco están tan
mal.
Y
si además le sumamos un teclado bluetooth...
Perfecto.
Photo credit: JanneM via Foter.com / CC BY-NC-SA
Aunque si bien los formatos digitales están muy bien y son muy prácticos,
no siempre podemos depender de los electrónicos. Desde quedarse sin
batería o los posibles fallos del sistema hasta motivos que tienen poco
o nada que ver con los propios aparatos —y mucho con lo imposible de prever de vida—. Para esas
ocasiones, qué mejor que libretas
económicas
pero bonitas.
En
ésta tengo la planificación del blog.
Cada entrada, un pequeño
esquema de lo que trataré en cada post,
las notas para las reseñas...
O
también, por qué no, cuadernos incluso más baratos —y más feos,
sí—. Con un poco de inventiva
para la decoración...
Ya, perfectos para escribir en cualquier parte.
Photo credit: Amy Levier Designs via Foter.com / CC BY-NC-SA
¿Y por qué no reciclar
viejos impresos y fotocopias que ya están para tirar? La memoria de
prácticas finales de carrera —un ladrillo de quinientas hojas a
una cara— que, una vez terminada la universidad, no me servía para
nada más... me sirvió para escribir aproximadamente un tercio de la
novela Ma'kh.
Siguiendo
con los reciclados... Los puñados de hojas que sobran cada año de
los cuadernos —propios o de los hijos, depende del momento de cada
uno—. En mi casa no se tira casi nada, todo se transforma, y los
cuadernos no iban a ser menos. Cortar, doblar, coser y encolar... Et
voilà,
cuadernos que entran en cualquier
bolsillo
e ideales para tener en la mesita de noche, para esas ideas de
madrugada.
Ah... Sí... Muchas veces te
agarran las musas sin papel ni el móvil a mano. De verdad, parece
que estén esperando a que no puedas tomar notas para susurrarte al
oído las mejores ideas. Es por eso que no me molesta meter las manos
en los bolsillos y encontrar los recibos del supermercado
estratégicamente olvidados.
En mis inicios narrativos,
allá por el 2007, aburrida con las soporíferas clases de algunos de
mis profesores de universidad —muchos se limitaban a proyectar el
documento de word y leerlo, len-to y mo-nó-to-no— la única manera
de no dormirme era escribir en los márgenes de las hojas, mientras
esperaba a que terminase de leer y cambiase de página para poder
seguir resumiendo.
Y...
el que sin duda es el más raro de los raros: Una
bolsa para mareos del avión.
Sí, como lo lees. Abiertas, tienen el tamaño más o menos de una
hoja A4, y durante un vuelo BCN-GVE me sacaron de un bloqueo bastante
largo. ¿Qué os decía? Las musas esperan a que estés atado al
asiento por turbulencias y no tengas más medios que unas pocas
bolsas de papel plastificado.
En conclusión, no hay más
impedimentos que los que nos auto-imponemos nosotros mismos.
Cualquier material es útil, solo hay que saber descubrir su
potencial. ¿Y vosotros? ¿Qué materiales usáis?
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