Ya antes de acostarse a dormir sabía que sería
una mala noche.
Vale, de acuerdo. No lo sabía con seguridad,
pero... Había oído al perro del vecino llorar, y siempre
significaba que no le dejaría dormir hasta bien entrada la noche.
Pero no fue eso lo que hizo de aquella
madrugada un infierno, sino los golpes en la puerta.
«¡¿Quién diantre llama cuando duermo?!»
Con un esfuerzo, salió de debajo de las
mantas. No se molestó en encender la luz ni calzarse. No pensaba
estar fuera tanto tiempo.
Bajó las escaleras equilibrando el peso para
no hacer crujir el quinto escalón, y pisó en el lateral, casi
tocando la pared, al llegar al segundo.
Respiró hondo. Dos, tres veces. No podía
calmar las pulsaciones a voluntad, como antaño...
«Me hago viejo» se lamentó por enésima vez.
Ya era como una costumbre, desde que le habían jubilado a los treinta y dos años.
Retirado del servicio activo, lo habían
llamado. Le habían pagado una buena indemnización y con una
palmadita en el hombro... se habían olvidado convenientemente de él.
Miró por el rabillo del ojo por el primero de
una cadena de espejos enfrentados. Otra manía paranoica, según los
psiquiatras que habían pasado por su habitación del hospital.
—JA —había exclamado, harto de esos inútiles con traje.
Eso lo decían porque ellos no habían visto a
su compañero perder la cabeza —literalmente— al asomar un ojo
por la mirilla de la puerta del piso franco.
No, podían decir lo que quisieran de sus
paranoias en sus informes, que a él le daba lo mismo vivir en medio
de una zona de guerra o en el barrio supuestamente más seguro del
planeta. No existía tal cosa. Ni yéndote al aislamiento anónimo de
una cueva en medio de la nada, sin salir de ese búnker, podías
desaparecer.
Inconscientemente, se frotó su cicatriz más
reciente, la de la cadera. Esa que atravesaba la quemadura del
abdomen —recuerdo de una emboscada, la primera marca que le
dejaron— y el navajazo irregular que atravesaba la nalga y parte de
la pierna.
Cada marca era el recordatorio de una lección
aprendida por las malas. Y la última, fea, gruesa, áspera y todavía
tan dolorosa... Le había enseñado que ni siquiera en medio de la
naturaleza más salvaje, ni aunque pasen años de calma, puedes estar
seguro. Nunca. Tarde o temprano, alguien te encontrará.
Sacudiendo la cabeza, dejó de vagar por el
pasado, preocupado por quién le visitaría a las cuatro de la
madrugada. Fuera quien fuese, no podía estar de casualidad en su
puerta ni a esa hora.
Volvió a mirar por el espejo, con precaución
a pesar de saberse fuera de la línea de tiro. No quería confirmar
su identidad al intruso antes de tiempo y...
«¡¿Pero qué...?!» exclamó para sí,
alejándose del visor como si se hubiese quemado.
Sorteando las diversas trampas que había
regado por toda la guarida, llegó hasta la entrada principal y abrió
la puerta de un tirón.
—¡TÚ!
~FIN~
¡Me encantó! Pero me muero de la intriga ¿Quién es?
ResponderEliminarEso sólo lo sabe el visitante, jeje.
Eliminar¡No, no! ¡No me pegueees...!